Soñar despierta

Encarna Morin

Hay momentos en los que soñar despierta me hace sentir a salvo.

Llevo toda la vida preguntándome quien es mi familia y dónde está. He dado tantas vueltas de acá para allá, que parece que mi cuerpo deambula de un lado a otro, mientras mi alma permanece escondida en aquella niña de tres años, que pasó a vivir con una familia adoptiva. En ese momento tenía ya una gran confusión en mi cabeza.

Allá que tuve uso de razón, mamá me contó a qué se dedicaba, y por qué motivo yo no podía vivir con ella. Para que no me llevaran a uno de esos centros de menores, ella pagaba a una familia que me cuidaba y se ocupaba de mí. Si alguien les hacía la pregunta:
-¿Es su hija?
-No, pero como si lo fuera –respondían mis padres de acogida-

Así fue como me quedó claro con el tiempo que mamá no estaba, ni estaría, pero que se ocupaba de mí, pagando a aquellas personas que hicieron en cada momento lo mejor que pudieron y supieron por mí y por sus propios hijos. Me sentía parte de aquella familia pero como si fuera de prestado.

A mi madre la eché de menos, aunque intentaba no quejarme demasiado. El peor momento fue cuando llegó el día de mi primera comunión y me iban mentalizando que quizá no ella no estaría. No obstante, yo la esperé hasta última hora. Llegó finalmente, aunque un poco tarde, y acompañada de dos extrañas señoras. Con el tiempo supe que estaba en la cárcel por una trifulca que se organizó en el bar de alterne en el que ella trabajaba. La dejaron salir para venir a verme, pero los jueces y fiscales no entienden mucho de las ilusiones de una niña que necesitaba a su madre a las nueve de la mañana y no a las cuatro de la tarde.

Siempre he estado rodeada de gente. Con lazos de sangre, o sin ellos, he tenido a muchas personas a mi alrededor. Pero no he dejado de estar ausente la mayor parte de las veces.

Era una adolescente de quince años cuando conocí a Roberto. Aún me pregunto qué fue lo que me atrajo de él. Yo me creía enamorada. Sentía hacia él una atracción que no controlaba. Tenía varios años más que yo y paradójicamente era lo más parecido al marido de mi madre, al que siempre llamé papá aunque no fuera mi padre biológico, y al que detestaba desde el fondo de mi alma.

Dejé mis estudios en el instituto y al poco tiempo me fugué con él. Tres años más tarde, justo el mismo día que cumplía los dieciocho, nos casamos.

De aquella loca relación quedó mi hijo y un calvario de historias recorridas a su vera, sin que, una vez más, yo fuera capaz de estar en cuerpo y alma. Viví mucho tiempo ausente como si lo que ocurría fuera la vida de otra persona. Me seguí preguntando por mi lugar en el mundo. Cuando percibí a mi hijo moverse en mi vientre fue la primera vez en que sentí un instinto protector hacia alguien que era más vulnerable que yo y que la vez formaba parte de mí.

Roberto me llevó de la mano hasta el submundo del que mi madre siempre me quiso apartar y proteger. Nos fuimos a vivir al barrio de los chulos y sus chicas, donde residía una de sus hermanas. Ahí aprendí un par de duras lecciones, de las cuales aún conservo alguna secuela emocional.

No puedo entender qué tipo de droga era él para mí porque las tenía todas para aborrecerle: mujeriego, ludópata, adicto al sexo, a los locales de alterne, violento y quería sexo conmigo a todas horas. Me sentía poco más que un objeto. Frígida, me llamaba. Y más de una vez fui violada por mi propio marido. Estuve en pisos de acogida, con mi niño, y hasta para llevarle al colegio debía de ir casi escoltada. Tampoco los pisos de acogida me resolvieron gran cosa. Seis meses para salir de allí y volver a la jungla, pero sin haberme movido mucho del punto de partida. Fue así como volví a caer en lo brazos de Roberto, al menos representaba “lo conocido”.

En algún momento se acercaba a mí, y solía coincidir con mis horas bajas. Ahí me volvía a recuperar, y al poco volvía el maltrato de todo tipo. Tres veces volví con él después de haber jurado que jamás lo haría. Y la historia se repetía, cada vez a peor. Después de hacerme sentir una porquería y de denigrarme yo pensaba que no merecía nada mejor. Creí que algo malo había dentro de mí. Era incapaz de encontrarme en paz. La peor de mis confusiones era dejarle sintiendo que seguía perdidamente enamorada. Me sentía tan poca cosa que suspiraba por recuperarle, como si con ello mi resentida autoestima sanara. Claro… el tiempo era escueto, cada vez más escueto.

Cuando mi madre me explicó a qué se dedicaba, fue muy clara conmigo. Me alertó contra estos tipos y me dijo que a las hijas de los chulos, nadie las tocaba, así que me hice pasar por una de ellas.

El tipo en cuestión, tenía un harén. Seis chicas trabajan para él. Una de ella era mi ex cuñada. La que trajera más dinero tenía como premio dormir con él. Y si alguna se le escapaba un poco de las manos o sentía que perdía interés por el “trabajo”, le hacía una “barriga” y así la sujetaba. Luego de esos niños se sabía poco o nada. Se quedaba con ellos y no los registraba en ningún juzgado. Era un secuestro, de alguna manera. Luego, a la madre le tocaba el calvario de buscarlos y no encontrarles. Aunque mi cuñada sí que dio con su hijo, ya grandecito y en un centro de menores, figurando abandono materno en su expediente. Nunca logró volver a conectar con él y terminó perdiéndolo para siempre.

Le pasó un poco lo que a mí con mi madre, aunque nosotras nos queremos. Para mí, ella es lo más grande. Por culpa de la distancia y del maldito dinero he pasado hasta dos años sin verla. Pero la llevo en mi corazón y pienso en ella cada día. De hecho, prometió y cumplió su promesa de dejar la prostitución en cuanto naciera su primer nieto. Yo la llamé y le dije que estaba embarazada y ella automáticamente se plantó en mi casa. Desde entonces se ganó la vida recolectando fresas o como camarera de hoteles.

Pasé por todo tipo de situaciones siendo una niña. Tenía quince años cuando me enfrenté al chulo, una vez que detecté que en sus planes estaba echarme el gancho. Supongo que con el beneplácito de mi pareja de entonces: Roberto, el que se convertiría en mi marido un par de años más tarde. Percibí una extraña movida en la estación de trenes y le pedí cien pesetas para sacar un paquete de tabaco. Cogí el dinero y salí corriendo a toda pastilla. Cuando logré volver a encarame con él, me acordé de los sabios consejos de mi madre y le dije:

-Te voy a demostrar que soy más chula que tú- y durante un tiempo le saqué todo lo que quise. Hasta que en un momento dado, decidí romper con el juego, no solo porque era un tirano sin escrúpulos, sino porque no se lo sacaba a él. Todos mis caprichos salían de ella, sus chicas-

-Ya te he demostrado que soy más chula que tú, así que adiós muy buenas.

Le gustaba regodearse en su poderío. En una ocasión me preguntó si es que le tenía miedo. Le admití abiertamente que sí y, en cierto modo, no dejaba de ser real.Era para mí un viejo, pero viejo. Tenía casi cuarenta años más que yo. Pero una vez entras en esta espiral de transgresión no hay límites. Llegas a pensar que todo es posible, y nada te asombra.

En una ocasión, volvíamos de una discoteca, ya de madrugada, estaba también mi ex. Agazapada en la parte de atrás del coche, los vi bajarse, discutir con la chica, y en medio del monte, darle un empujón y tirarla por la pendiente. Luego arrancó de nuevo el coche y dio media vuelta.

Quedé aterrorizada, pensando en que podría estar muerta, y durante varios días estuve pendiente de las noticias. Pero no se supo nada. Es aún el momento en que ahora tampoco lo sé. Quiero suponer que pudo salir viva y puso tierra de por medio.

Al poco tiempo conocí a Manuel y a su lado encontré la estabilidad. Por fin supe lo que era sentirme respetada y querida. Me he dado cuenta con el tiempo, de que amor es esto y no aquella locura permanente en la que yo andaba obsesionada.

Tenemos dos hermosas hijas. A veces, con dificultades salimos adelante, por eso de que el trabajo escasea. Pero nos buscamos la vida como podemos… y hemos sobrevivido a la tormenta. Porque más de una vez me he derrumbado psicológicamente, y sin querer, me vuelvo a ir lejos con mi mente. Me ausento. Vuelvo a mirar a la gente de mi antigua vida y hasta me atraen personas de ese perfil disparatado. Por suerte está superado.

Mi madre terminará sus días con su marido, supongo. Me gustaría verla más seguido. Pero no puedo… el tipo, no creo que la quiera, ni que la haya querido nunca. Un hombre que realmente quiere a una mujer la saca de esa vida y no se aprovecha de ella. De hecho, nunca conoció a mi hijo por eso de que era el causante de que mi madre dejara ese “trabajo”.
Su familia rechaza a mi madre, como si fuera una apestada pero bien que han disfrutado de su dinero cuando pasamos la otra crisis allá por el año noventa.

Lo que siento una y otra vez es el vacío. La sensación de no ser de ningún sitio. La dureza de la soledad. Una vejez prematura, pese a ser aún joven y sana. Me siento sin familia. Me pregunto si esta es mi familia, si mi madre forma parte de mi familia, o donde andará mi hijo, que trabaja a miles de kilómetros de distancia, y con el que hablo poco y del que apenas sé nada. En el fondo me aterroriza la idea de que haya heredado algo de su padre, me preocupa que trabaje en la vida nocturna, aunque sea en un trabajo honesto y él sea un buen muchacho.

Pero soñar es gratis, y aún tengo sueños. Apoyo a mis hijas para que lleguen a ocupar el lugar que les corresponde en la vida, el suyo propio, sin sentirse de prestado. Les doy todo el cariño que puedo. Intento ser una buena madre, hago lo mejor que sé. Esta vida estable, afectivamente hablando, no me resulta aburrida. Es mucho más reconfortante que vivir a salto de mata. Sé que hay alguien que me espera, que me trata con cariño y, sobre todo. que me respeta. Jamás me insultaría, ni me tomaría por la fuerza. Es Manuel, el hombre que me ha ayudado a reconciliarme con el mundo. El mejor compañero, amigo y confidente que he conocido en la vida. Un gran padre de nuestras hijas y la persona que me hace sentir segura y amada en este mundo. Con él he vuelto a recuperar la ilusión por la vida, por esperar cada amanecer como una hermosa aventura llena de esperanza. Incluso comprendo, quiero y respeto a mi madre, agradeciéndole desde el fondo de mi alma que me haya dado la vida y de la que no me separaría jamás si pudiera.

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1 Comentarios

  1. El desarraigo. El amor, es lo único que puede vencerlo.
    Muy buena historia, Encarna.
    Pero qué pena.

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