Sainetes de hoy, tragedias de ayer

Roberto Burgos Cantor

La vida, ¿qué será lo que llamamos vida?, acoquina a los seres con las encrucijadas de sus anomalías y nos pone contra la pared, ese muro que, de no ser derrumbado, sostendrá nuestro cuerpo destruido por las espadas o las lanzas o las bombas; o dejará pasmados los restos de nuestra conciencia atiborrada de preguntas no respondidas. Sonajero de estruendo que repica en el funeral sin dolientes.
En tiempos así, quienes aún leen novelas y cuentos, se inmiscuyen en los bosques del poema, perciben algo que gratifica en cuanto espanta el sentimiento inerme de una impotencia sin defensa, y ponen a flote los poderes de la esperanza, el sentido transformador de la resistencia.
Consideraciones de estas surgían al verificar como el oleaje de la corrupción había roto, desde hace siglos, los diques de orden religioso, o moral, o legal con los cuales las comunidades preservaban una convivencia con menos sobresaltos y más acuerdos sobre las virtudes compartidas. Ese fondo humano que permanece en una limosna y en un negocio.
Por estos tiempos, de Dios y del Diablo, el acto corrupto, al ser descubierto tiene un despliegue de publicidad que a lo mejor nunca antes tuvo. Y de aquí se desprenden preguntas: ¿Qué conduce a personas que lejos de ser hijos de mala madre, contaron con el afecto de un hogar, el esfuerzo por permitir una educación de calidad, a arrojar ese acumulado de bondades para cubrirse de porquería?
La contestación es otra pregunta: ¿Qué pasa con la familia, la educación?
Mucho antes la sanción del delito se aplicaba según su cuantía. Amputar la mano, el brazo, la pierna, el pie, la cabeza. Es decir, el cuerpo como la mente interiorizaban el rechazo a lo indebido. Un mocho de por vida, un descabezado de por vida, eran un muestrario de vergüenza eterna.
Ahora, una sociedad que se mueve entre el hastío y la indiferencia, ve sin compasión las noticias. Apenas una leve reacción si el delincuente es el hijo del vecino, o el compadre, o el comprador de votos de la comarca. A lo mejor se dará cuenta que no hay asombro cuando aparecen las cuantías. Son inconcebibles y cuesta entenderlas.
La reacción es la misma. Cien mil años de prisión. Pena de muerte. Devolución de lo robado. Lágrimas de cocodrilo.

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