Morir en Mascate


Pablo Cingolani

La muerte del DJ sueco en Mascate, una ciudad de la península arábiga, capital del Sultanato de Omán, me trajo el recuerdo de Rimbaud y su fuga-odisea abisinia. De hecho, el DJ había renunciado a la música años atrás, lo mismo que había hecho el francés, antes de partir hacia el África: había renunciado a la poesía, al mundo donde la poesía –o la música electrónica- representaban algo, algo simbólico, un valor, un sentido, una vida en correspondencia, un destino.
Ese torcer el destino, o encontrarlo –así sea en medio de los más inverosímiles padecimientos que provoca el desarraigo forzado del mundo tal cual lo conocían (es el caso histórico de Arthur Rimbaud)- es lo que destaca en la noticia de la muerte de este muchacho sueco, al menos si tomamos nota del lugar de su partida: Mascate, Omán, Ormuz, la Arabia mítica de los jinetes del desierto, un territorio fértil a las imaginaciones devastadas de los occidentales, un Nuevo Mundo con todas las letras.
He leído en algún periódico digital que el nombre de guerra artístico del músico aludía al ámbito más horroroso de los infiernos según las creencias budistas. Que una estrella del mercado musical contemporáneo se haya rebautizado así es también un mensaje y, sin dudas, aporta coherencia al hecho de que sea Mascate, la capital omaní, el lugar donde haya encontrado un final para su vertiginosa vida.
Vida, éxito, fama, todo en entredicho: las semblanzas que leí lo pintan en un tour de forcé agobiante metido en los estudios o dando conciertos. Sus dichos aportan luz en la misma dirección. Todo era un reverendo desquicio donde el alcohol buscaba alumbrar la lucidez para no caer en la demencia que procuran las garras tenebrosas del “star system” y el mercado global del entretenimiento cultural. Supongo que haber muerto en Mascate aporta a esa vida un rasgo de autenticidad y hasta de heroísmo.

Musicalmente, yo viví la década de los 70, cuando ya el rock comenzaba a ser un mega negocio dentro de la esfera del mundo capitalista e incluso una bandera de lucha simbólica contra ese comunismo soviético que todavía existía. La primera tanda de suicidados por la sociedad –los Jimi Hendrix, los Jim Morrison, las Janis Joplin- estaba queriendo ser sepultada por los supergrupos de rock (sinfónico o duro), máquinas de sonido impecables pero donde la subversión contracultural se desviaba hacia el misticismo o la historia o la música por la música misma. Tal vez el secreto de la supervivencia de los Rolling Stones haya estado en haber seguido aportando una dosis suficiente de crítica social en sus canciones y no domesticarse sólo por el dinero –como hubiera dicho otro indomable, Frank Vincent Zappa.
Pero aún en los 70, hubo parias. Y anoto una: Patti Smith. Y la anoto porque era tremendo el amor que la gringa profesaba por Rimbaud –ella también, más allá y más acá de su música, una poeta demoledora. Y la anoto porque ella decía, esos años setentosos, que si Rimbaud viviera en ese tiempo usaría la guitarra eléctrica, usaría una  Fender, para expresarse y para gritarle al mundo su poesía. Era todo un mensaje de redención, de continuidad y renacimiento de la historia, la cultura y la rebeldía, era la magia que todavía podía conmovernos.
Ahora, en 2018, vuelvo a convocar a Rimbaud, el mismo Rimbaud oracular que la Smith convocaba, pero sólo para situar una tumba, oscura como son todas las tumbas, como diría Malcolm Lowry, otro maldito. ¿Habrá redención? En un mundo afónico, esta geografía de la muerte, este último destino omaní del DJ sueco, tal vez logré que esos dos o tres a lo Apollinaire, esos tres o cuatro a lo Ezra Pound, busquen en los mapas de Google donde es que queda eso, Omán, tan lejos de nosotros y, en este mundo acuciante, tan cerca de Siria, de Irak, de Irán o de Afganistán, el centro blando del orbe y donde hoy se define el futuro del planeta.

Pablo Cingolani


Río Abajo, 21 de abril de 2018

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