Una historia de Trevor Luxor Page


Pablo Cingolani 

Jamás le digas a nadie donde estoy –me imploró. De verdad, Pablo, al menos hasta que ya no esté- sus ojos se clavaron en los míos aquella noche de paranoias en San Antonio de Cobres, donde ahora Trevor Luxor Page encontró, al fin, descanso. Fue Teresa, su viuda argentina, la que me comunicó la noticia, vía correo electrónico. Cuando quieras, vas a venir a buscar los mapas, agregó.

Trevor Luxor Page se había obsesionado con lo que él llamaba “economía de escasez”, “lugares de amparo” y “santuarios de humanidad” y por eso se fue a vivir a San Antonio de los Cobres, en la puna salteña, donde conoció a Teresa y donde vivió aislado más de un cuarto de siglo de su mundo, del mundo que había conocido, del mundo donde fue primo de Jimy, el guitarrista de Led Zeppelin, y donde era un respetado zooarqueólogo, valorado por sus investigaciones sobre colapsos ambientales y la desaparición de antiguas culturas. Un asunto demoledor.

Una de esas investigaciones, o mejor dicho: los desgarramientos espirituales que le procuró una investigación –la que realizó en la Isla de Pascua- fue lo que lo condujo hasta Bolivia, a donde lo conocí, a principios de los 90.

Trevor había llegado hasta aquí imantado por lo que le contaba sobre estos parajes otro amigo científico, Peter (nombre supuesto. Sigue vivo), otro arqueólogo que andaba por el Umasuyu cartografiando la red de construcciones hidráulicas de los antiguos andinos.  Nosotros “videábamos” su trabajo sobre esta maravillosa manera de sobrevivir a la hostilidad del medio. Peter encontraba cochas y canales entre los cerros como si fuera mago. Fue la primera vez que supe de algo llamado GPS.

Una mañana de abril, Peter nos presentó a su amigo Trevor. Simpático el Trevor pero en su mirada guardaba algún secreto o atesoraba algo impreciso, una búsqueda. Flaco, alto, peludo: look sesentoso. Recuerdo una/la  borrachera en Achacachi, de regreso a la ciudad, tras dos semanas con los Andes profundos entre pecho y espalda: Page, el recién llegado, empezó a abominar al GPS, el Global Positioning System, el Sistema de Posicionamiento Global, diciendo que iba a terminar de abolir la relación humana con el espacio, “el misterio de la geografía”, “la seducción de la lejanía”, cosas por el estilo. Esa noche, esa misma noche, cuando los demás dormían, Trevor Luxor Page me empezó a contar su historia. Su intrigante historia.

“La playa de Anakena, en Rapa Nui, en la que se conoce también como la Isla de Pascua, era un lugar indómito: tú te sientes verdaderamente en el fin del mundo, en el sitio más aislado del resto del planeta. Pero aunque reine la desolación, también te atrapa, te magnetiza. Estuve trabajando allí cuatro largos años. En verdad, mi misión duraba sólo seis meses –el tiempo suficiente para inspeccionar la zona y recoger muestras- pero me quedé, me agarró tan fuerte el sentimiento de desamparo, de saber que allí desembarcaron los primeros humanos que poblaron la isla, de saber que allí llegaron y que nunca jamás volvieron ni se fueron a ningún otro lado que me quedé, me arraigué de pronto a ese destino, su destino, un destino trágico, porque el aislamiento en semejante morada los condujo a arrasar con la flora y acabar con todos los árboles y eso, a su vez, los condujo al desastre, al exterminio, a la lucha fratricida, al canibalismo, al corazón mismo de las tinieblas humanas…” –Lo juro: la luz de un mechero que rebotaba en el vidrio ambarino del bosque de botellas de cerveza que nos separaba, daba un aura sobrenatural al rostro angulado de Trevor Luxor Page. Sus palabras resonaban como mantras desquiciantes o como la voz de San Juan relatando el apocalipsis.

Las palabras de Trevor siempre me vuelven: “Instalé una carpa en la playa de Anakena y me dediqué con prolijidad a estudiar los vertederos de lo que fue el primer establecimiento humano en la isla. ¿Sabes qué? Hallé y logré clasificar 8774 huesos de aves y otros animales comestibles que sirvieron de alimento a los que arribaron.[1] El resultado fue increíble y, a la vez, devastador. Encontré evidencias de nueve especies endémicas de aves terrestres en una isla donde ahora no existe ninguna. Había loros y lechuzas, garzas y otros plumíferos en Rapa Nui: todos habían sido devorados hasta su total desaparición. Encontré evidencias aún más devastadoras: restos de al menos una treintena de aves migratorias que anidaban en los roquedales isleños. Eran huesos de pelicanos, de petreles, de gaviotas, de alcatraces, de palomas, de faisanes oceánicos, de golondrinas de mar y eran huesos de albatros, de cientos de albatros, y ¿tú te recuerdas, Pablo, aquel poema? –un poncho rojo apareció de la sombra, de la nada, de las encrucijadas del destino que estaba siendo convocado, nos saludó en su idioma, el aymara, y nos ofreció un poco del trago más áspero del universo: alcohol marca Caimán del pico, 98 grados a la sombra, directo de su corazón al nuestro y fue entonces que las palabras de Samuel Taylor Coleridge empezaron a resonar en un cuarto de bebidas de Achacachi: “Y el Albatros comienza a ser vengado…y el albatros comienza a ser vengado…”

“Tal cual, prosiguió Trevor Luxor Page, tal cual, mi estimado –se refería al poncho rojo que ya estaba cómodamente sentado en nuestra mesa- Se desató la lucha de clases –Trevor, en su juventud, había militado en una fracción del maoísmo de línea albanesa en las aulas de la Universidad de Brisbane-, digo lucha de clases por llamarlo de alguna manera: ya no había posibilidades de redención social, no había nada que socializar, hasta los cangrejos de las playas se habían comido, no quedaba ni un palo para armar balsas y cazar delfines, no había nada: se habían empezado a comer entre ellos, no les quedaba otra cosa que masticarse mutuamente. Bueno, primero, se los masticaron a ellos, a la casta, a los ricos, a los sacerdotes, a los poderosos: por eso, voltearon a los moais y si se les hubieran podido comer, se los hubieran comido, pero no podían. Entonces, amigos, imaginen ese cuadro, dantesco si quieren, porque seguro lo fue, hombres exhaustos, comiéndose entre hermanos, devorándose en medio del delirio a sus propios hijos, a sus hijas: yo no hubiera querido nunca estar allí, en un verdadero fin de los tiempos, un genuino hasta aquí llegamos, no va más my friend: no hay más nada que se puede hacer, yo te como o vos me comes, el hombre lobo del hombre…”. El relato sobrecogía.

El ermitaño del bosque, en La balada del viejo marinero, sentenció que cada hombre debía “enseñar con su propio ejemplo, el amor y el respeto/ para todas las cosas que Dios hizo, y que ama”. La profecía de Coleridge ya se había cumplido: Rapa Nui se había vuelto la tierra baldía. Y el alma de Trevor Luxor Page se había estrujado con sus propios hallazgos arqueológicos y se había vuelto como el albatros-poeta de ese otro poema, el poema de Baudelaire: la siniestra majestad de la crueldad buscaba arrojarlo sobre las húmedas tablas de la cubierta de la nave humana pero él, a diferencia de aquella triste ave quemada por la pipa de un sádico bastardo, quería vivir. Por eso, había arribado a Bolivia. Por eso mismo, andaba contando. El poncho rojo, a su vez, sentenció: “igual aquí fue. El rayo los partió a todos. El rayo que envió Warikunka”. A Trevor Luxor Page, en el medio del destino que buscaba comprenderlo, se le iluminaron los ojos.

Trevor había estudiado como los asanazis de Arizona habían desaparecido, como los mayas de las pirámides habían sucumbido y como los Rapa Nui se habían comido entre ellos y un indio de los Andes le empezó a contar su vida en verso: así es pues, papá, tatita, lo que no le das a la tierra, la tierra siempre te lo quita. El poncho rojo, borrachera y memoria, empezó a hablar, a hablar en lenguas, en lenguas adánicas a lo Villamil de Rada y no sólo le empujó su antigua vida a los abismos de eso irremediable que no tiene otro lugar que el misterio sino que empezó a traducírsela, a escribírsela de nuevo en su piel, en su piel gastada de zooarqueólogo, en su piel oxidada de estudiar la vida pero no terminar nunca de comprenderla y, bueno, ¿ustedes creen en epifanías? Yo sí. Y bueno: sucedió eso. El poncho rojo –se llamaba Santiago-, el poncho rojo nos amaneció de historias, de historias de esa vida dura pero fértil que sólo la compañía de la piedra, la comunión con la piedra, pueden promover y Trevor se iluminó, Trevor, diremos, se convirtió. Se volvió un fiel devoto de los Andes.

El final de esa noche fue de día. Trevor se desató y empezó a elucubrar un plan insurreccional al que buscaba sumarnos: debíamos apoyar la liberación de la isla de Pascua de la dominación chilena. Bolivia, decía, tenía una correspondencia: Chile le había arrebatado Atacama y su mar. Yo conozco, decía Trevor, unos muchachos rapenses que piensan que hay que conformar un movimiento de liberación nacional de Rapa Nui y empezar la lucha armada contra los invasores chilenos, igual que Timor Este contra los indonesios –yo estaba leyendo La redundancia del valor de Timothy Mo y sentía que habitaba otra novela, una novela que empezaba a escribirse de madrugada, frente a la imponencia del Tata Illampu que brillaba su nieve con los primeros rayos del sol.
Trevor Luxor Page proseguía hasta la extenuación: ellos dicen que se puede forjar una confederación isleña, una constelación de islas rebeldes, una emancipación conjunta de Rapa Nui, de Juan Fernández, de Sala y Gómez y las islas Desventuradas y crear una nueva patria, una patria de aguas, una patria de sobrevivientes y de deshabitados, una patria que de tanto desamparo promueva el renacer de la esperanza en el mundo: si Rapa Nui fue la evidencia de la destrucción de un mundo puede ser, a su vez, la evidencia de su alborada, la perpetuación de la posibilidad de un nuevo mundo, de nuevos mundos, un mundo para todos –eso decía Trevor y Santiago ya estaba fresco como una lechuga y andá a saber qué pensaría y yo pensaba mirando a la montaña sagrada: ¿y porque no? El mundo no está hecho para rendirse, el mundo está hecho para los que se atreven al mundo, el mundo es de los audaces, aunque sea sólo para soñarlo así. Nos volvimos amigos, nos volvimos hermanos con Trevor Luxor Page: nos vinimos a La Paz.

Esto se está abultando de palabras y como diría el señor Shakespeare las palabras son solo eso, así que las angosto y, para sintetizar, esto es lo que anotaré: Trevor Luxor Page decidió no volver. Decidió quedarse. Tenía algunos buenos ahorros en el banco: los reunió a todos en mi casa del bosque de Bolognia. No diré la cifra pero fue la primera vez que vi más de cien mil dólares juntos. Era mucha plata. Pablo, me dijo, quiero compartir esto con vos. Ni en pedo, le dije, es tu dinero y es tu vida, yo no quiero escapar de nada, yo estoy aquí y aquí me quedo. Entonces, me dijo, ayúdame a encontrar a donde voy a ir. Aquí es donde aparecen los mapas, esos mapas que su viuda, la Teresa, me invitó a volver a ir a buscarlos en San Antonio de los Cobres.
Yo andaba haciendo un estudio sobre las rutas de la arriería en el sur andino, una historia de los caminos de las punas, y había reunido un mosaico de mapas de Bolivia, de Chile y de Argentina escala 1:250.000 que, puestos todos juntos, ocupaban toda la sala de la casita donde vivíamos. Era algo hermoso, que extraño: caminar sobre los mapas, nos sacábamos los borceguíes y caminábamos en medias –como kabuki- sobre los mapas, caminabas sobre las mapas, sobre la santa dama y la muy digna señora de la cartografía. Así sin GPS, así elegimos un destino, así elegimos a San Antonio de los Cobres. Fuimos. Teresa era una moradora, una coya neta, que estaba a cargo de la oficina de correos. Yo sentí el flechazo mutuo. Te lo dejo, Teresita querida: cuidameló.

La última vez que vi a Trevor fue hace algunos años –cuatro- y se había construido un refugio en las faldas del Acay, el imponente nevado camino a La Poma. Teresa se cagaba de risa: el gringo, el gringo le decía, se ha vuelto loco, Pablo: dice que allí nos vamos a proteger de la guerra nuclear, del fin del mundo, andá vos a hablarle y vas a ver todas las huevadas que te dice. Fui hasta el Acay. Allí se había atrincherado el gringo, el Trevor, mi amigo, mi hermano: la casa era un lujo, un lujo de piedra –a lo Ezra Pound-, un lujo con energía solar y un ingenioso acueducto que recogía agua de unas vertientes y más lujoso aún era su sótano: allí estaban desplegados en las paredes todos los mapas –mis mapas- y las rutas de escape frente a la hecatombe, allí estaba expuesta la condensación, la catalización paranoica de toda una vida, esa que rasgó, esa que hizo trizas la triste historia de la antigua Rapa Nui. Cuando nos vimos, nos habíamos abrazado con Trevor como si nunca más nos abrazaríamos. Todo era épico, allí, allá en el Acay.[2]

Estaba obsesionado con Libia, ¿viste como lo reventaron a Kadafi? Son unos hijos de puta los yanquis, son igual que la casta rápense que llevó a la isla a la destrucción, que llevó al pueblo a comerse entre ellos, ¿te acordás de aquella noche en Achacachi donde te conté lo que había sucedido en Rapa Nui? Si, Trevor, si querido. Bueno, hermano: lo mismo está pasando con el mundo. Si, Trevor, si querido. Me mostró dos libros que estaba leyendo: eran La historia de Mayta de Vargas Llosa y un libro de cuentos de Julian Barnes, La historia del mundo en diez capítulos y medio. Yo recordé una de las historias de este libro. La de la australiana que se va en su velero hacia el mar queriendo escapar del apocalipsis atómico que sólo estaba en su mente. Era un relato triste. Volví a San Antonio donde la Teresa había abierto un bar para los turistas de Urtubey, de la Salta que enamora y todas esas pajas que se dicen para que los turistas vengan.
Te lo dejo, Teresita querida: cuidameló, le volví a decir tras que nos empinamos ocho botellas de vino, de buen vino, y hablamos toda una noche de duendes, de arrieros y de apariciones, como debe ser. Dale saludos a la Carolina, me despidió cuando ya era de día esa noche y yo me regresé hasta aquí, desde donde escribo, hasta Río Abajo.

¿Dónde lo vas a enterrar?- le pregunté en mi correo de respuesta.
Ya lo enterré, Pablo. Lo enterré en el Acay. Detrás de la casa, hay una vega hermosa donde se derrama la nieve: allí tiene su cruz, su tumba y su destino –me contestó Teresa. Cuando quieras, vas a venir a buscar los mapas, agregó.

Pablo Cingolani
Río Abajo, abril de 2018
Mi agradecimiento a Álvaro Díez Astete por la lectura y corrección del texto.



[1] La fama de Trevor Luxor Page como zooarqueólogo es legendaria. Un colega aseguró de él: “su capacidad de identificación y la resistencia a la tensión ocular de Trevor era admirable: mientras que yo no sabría cómo distinguir el hueso de una urraca del de un cuervo  o siquiera del de una ardilla, Trevor ha aprendido a diferenciar entre sí incluso los huesos de una docena de especies muy similares de petrel, Es una máquina de identificar”. Trevor Luxor Page también recuperó unos cuantos huesos de focas que en la actualidad habitan en las islas Galápagos y en Juan Fernández, al este de Pascua, pero no está claro si esos pocos huesos de foca de la isla de Pascua procedían de antiguas colonias de cría o si, por el contrario, fueron simplemente los de algunos ejemplares vagabundos que, como sea, fueron devorados, crudos o cocidos, por los antiguos habitantes de Rapa Nui.
[2] A un lado de los mapas, Trevor Luxor Page había enmarcado en cacto una foto de su primo Jimy con una dedicatoria que decía: “Para el loco de mi primo Trevor”. Al lado, lucía la tapa del disco Led Zeppelin II firmada por todos los integrantes del grupo. . Su plan de sobrevivencia era así: había establecido tres rutas para cruzar la cordillera y el desierto para llegar al mar. Una vez en la costa, el plan de Trevor era robar alguna embarcación para lanzarse a las aguas y llegar a Rapa Nui –y sumarse a la resistencia- o, en su defecto, arribar a las Islas Desventuradas –que estaban formalmente deshabitadas. Tenía listas unas diez mochilas de escape. Cuando le pregunté por la cantidad, me respondió que estaba listo ante la eventualidad de que se sumasen a la lucha algunos compañeros. 

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1 Comentarios

  1. Contribuyamos junto a Trevor a la emancipación de Rapa Nui. Texto magistral, querido Pablo. Un fuerte abrazo.

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